Si de algo se está hablando estos días, es de recortes. La economía del país está en entredicho, por doquier surgen dedos acusadores apuntando a despilfarro: que si los ciudadanos abusan de la sanidad, que si la Administración tiene demasiadas capas, que si el cuerpo funcionarial está hipertrofiado... Cual aficionado de bar hablando de fútbol, todo español sabe dónde está el problema y qué es lo que se debe recortar, pero si esto es tan simple, ¿por qué no lo hemos hecho todavía? ¿Qué zarajos está haciendo el Presidente del Gobierno?
La cuestión es un poco más peliaguda de lo que nos gustaría. Repasemos cómo una persona alcanza a ser Presidente del Gobierno. El aspirante necesita apoyo popular, y de los grandes, no en vano ha de ser votado por millones de personas para alcanzar el cargo. Ahora bien, todo partido cuenta con una serie de poderosos barones regionales, incluso con poderosos alcaldes si estos lo son en ciudades grandes, y estos barones son esenciales para la consecución de la Presidencia. Por poner un ejemplo, si Gallardón se hubiera empeñado en no apoyar a Rajoy difícilmente habría este conseguido el apoyo de los madrileños. Esto hace que todo aspirante a Presidente tenga que recorrer la geografía española, despachar con los barones regionales y prometer favores a cambio de su apoyo, favores que más tarde pueden traerle problemas; un claro ejemplo de ello lo tuvo Zapatero cuando, en pos de ganarse el apoyo catalán, prometió a Paqual Maragall que sacaría adelante cualquier Estatut que el Parlament catalán aprobara.
Aquí es donde la cosa empieza a complicarse. La Administración tiene que ser reducida, cosa que debe hacerse desde la cima. Pero aquel que está en la cima ha llegado allí precisamente gracias al apoyo recibido desde esas capas que quiere eliminar, ¿cómo cortar la cabeza de aquel que te ha entronado? ¿Cómo borrar del mapa a aquellos que te han puesto en el poder? Hace falta un ejercicio de canibalismo, casi de traición, morder la mano que te da de comer. Un líder así debe aceptar que gobernará en solitario pues se pondrá en contra a toda su base. Ha de ser, desafortunadamente, un líder casi totalitario que haga lo que considere necesario para el país no importa cuántos barones protesten.
Ahora bien, la cosa no es tan sencilla como llegar hasta arriba, olvidar tantos favores prometidos y empezar a eliminar puestos (¡como si esto fuera fácil!). El Presidente del Gobierno no tiene poder absoluto, no puede llegar y empezar a imponer leyes y desmontar capas, el Presidente solo puede hacer propuestas que Congreso y Senado tendrán que votar a posteriori... y siendo precisamente las diputaciones y el Senado algunas de las reformas más importanes que necesita este país, ¿es de esperar que diputados y senadores voten a favor? No.
Si el Presidente trata de marginar a diputados y senadores en pos de una España más eficiente, estos lo marginarán a él. Tendremos un Presidente secuestrado por su propia base, incapaz de gobernar, que en el mejor de los casos será un títere y en el peor sufrirá una moción de censura que lo relevará del cargo, colocando a alguien más dócil en su lugar. Hace falta no solo un líder determinado a alcanzar un objetivo no importa cuántos pierdan fuerza por el camino, sino además un líder astuto que sepa realizar el cambio en pequeños y sutiles pasos que no despierten recelos. ¿Imposible? No, ya lo hemos hecho antes.
Un ejemplo de tal argucia política ha sido muy citado durante estos días a colación del trigésimo quinto aniversario de la legalicación del Partido Comunista de España (PCE). Como bien se relata en este artículo, Adolfo Suárez tuvo que andarse con pies de plomo para tantear la legalización del PCE, pues era bien sabido que la cúpula militar estaba radicalmente en contra de tal movimiento y, lo último que se quería, era otro levantamiento militar. De hecho, cuando la legalización aún no era más que un plan privado del Presidente (posiblemente con la connivencia del Rey), el Ministerio del Ejército distribuyó una nota a sus guarniciones en Madrid en la que se expresaba la “profunda y unánime repulsa del Ejército” ante la posible legalización del PCE. Y, a pesar de todo, a pesar de una más que latente sublevación, a pesar de las ampollas que se iban a levantar, Adolfo Suárez siguió firme en su objetivo hasta anunciar la legalización del partido comunista en lo que vino a conocerse como el Sábado Santo Rojo.
No sé si Rajoy será capaz de seguir la estela de Suárez y desafiar el status quo en aras de unas reformas tan profundas como necesarias, pero si no lo es, desde aquí hago un llamamiento por un líder que sepa comerse a su base y cambiar España hasta que, parafraseando a Alfonso Guerra, no la reconozca ni la madre que la parió.
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