lunes, 23 de abril de 2012

La otra Iglesia

Los principales sindicatos de España están que trinan, no tanto (en mi opinión) por las actuaciones del Gobierno, sino por su color. Vox pópuli es el hecho de que sindicatos y Gobierno se llevan mucho mejor cuando en Moncloa se encuentra el PSOE, y los sindicatos abrieron la caja de los truenos tan pronto como el PP alcanzó el poder y empezó a realizar sus gestiones. Al mismo tiempo que los sindicatos se alzan en rebeldía se está produciendo un exacerbamiento en los ataques contra la Iglesia Católica; la Iglesia siempre ha tenido fuertes opositores, pero este incremento de actividad en ambos frentes no es para nada casual.

Para explicar mi razonamiento vayamos atrás en el tiempo, concretamente unos 70 años atrás. Franco se declara vencedor de la Guerra Civil española y empieza a planificar cómo va a dirigir el país y, muy importante, cómo va a controlar los muchos núcleos republicanos que aún quedan. La fuerza bruta no puede durar para siempre, al menos si uno no quiere entrar en una guerra eterna, y necesita otro tipo de control, uno mucho más extendido y más arraigado en la población, algo que los vigile e influya desde la cercanía, desde la confianza. Y Franco piensa en una institución con una organización fuertemente jerarquizada y presente en todo barrio y pueblo de España: la Iglesia Católica. Con la alianza entre Franco e Iglesia el dictador se aseguró un aliado a través del cual ejercer su dominio de manera muy cercana al ciudadano.

Con el fin del régimen y la llegada de la democracia la izquierda política vuelve a tener una oportunidad, pero sabedora de la necesidad de las influencias necesita de aliados de similar calibre, y busca a otra fuerza organizada con fuerte jerarquía y con una gran y variada presencia entre los españoles... tal fuerza no existía de manera legal antes de la transición, pero los gestos liberalizadores tras la caída del régimen crearon la estructura que la izquierda necesitaba: los sindicatos, presentes en cada empresa del país y, por tanto, proporcionando los "tentáculos" de influencia que la izquierda necesita. Los sindicatos son, de esta forma, el equivalente izquierdista a la Iglesia Católica.

Es más, si analizamos las relaciones entre Gobierno, Iglesia, sindicatos y sociedad vemos muchos paralelismos. Pongamos por ejemplo los beneficios fiscales de los que goza la Iglesia Católica, como la exención de pagar el IBI (muy comentada en estos días). Para empezar habría que matizar que este no es un beneficio exclusivo de la Iglesia Católica, sino que todo inmueble destinado al ejercicio de un culto religioso está exento de pagar IBI (artículo 62 de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales); sin embargo en ningún momento se ha pedido a sinagogas o mezquitas que paguen también sus impuestos, de manera que tenemos aquí el ingrediente de discriminación injustificada que la izquierda tuvo durante el Franquismo. Pero habría que añadir, además, que los sindicatos también se benefician económicamente del favor del Gobierno: tomando datos de 2009, los dos principales sindicatos UGT y CCOO recibieron subvenciones directas del Gobierno por valor de 193 millones de euros... y esto es solo las subvenciones directas (no a sus respectivas fundaciones) y de parte del Gobierno central (no de administraciones autonómicas o municipales). Tenemos pues otro injustificado trato preferente.

Pero los beneficios de los sindicatos no acaban aquí. Si bien hoy en día es una queja común decir que los políticos no representan a la ciudadanía porque gozan de privilegios que la ciudadanía no tiene, se ve como algo perfectamente aceptable que los representantes de los trabajadores (los sindicalistas) tengan privilegios que el resto de trabajadores no tienen. Simplemente para ilustrar esta afirmación, podemos poner como ejemplo el artículo 52 del Estatuto de los Trabajadores, que establece que ante una situación de despido por causas objetivas (por ejemplo porque el puesto ha dejado de ser necesario para la empresa) los sindicalistas tienen preferencia a la hora de conservar el puesto... es decir, que no importa cuán incompetente uno pueda ser, si es sindicalista será el último en ser despedido. Trato similar podemos ver en un gran número de centros sanitarios o educativos donde monjas y curas han tenido una "casa franca" donde operar sin temor al despido... tenemos pues otro paralelismo en cuanto a la permanencia en el puesto de trabajo sin necesidad de demostrar habilidades.

Podría seguir, pero creo que la idea ya está clara y no quiero extenderme más de lo necesario. Derecha e izquierda son dos bandos y cada uno favorece a sus aliados, como siempre se ha hecho entre bandos. No defiendo los privilegios, pero si denuncio el criticar a uno alabando al otro... la Iglesia Católica debe reducir su influencia en un Estado aconfesional, es cierto, pero también debe hacerlo un sindicalismo egoísta que no aporta más que problemas.



lunes, 16 de abril de 2012

Vida offline

Con el advenimiento de la banda ancha móvil y el abaratamiento de los teléfonos inteligentes hemos poco a poco entrado en un fenómeno que llamo hiperconectividad. Nuestros móviles hacen de todo, se dice que un iPhone cualquiera tener mayor poder de cómputo que el ordenador de abordo del Apolo XI, y lo explotamos hasta el extremo. Mientras escuchamos música mandamos unos enlaces a Twitter, tras la cual comentamos las fotos de un amigo en Facebook, contestamos el correo y mandamos unos cuantos mensajes para la quedada de mañana por la noche (mensajes que pueden viajar en formato SMS, WhatsApp o para algunos incluso Skype).

Ver a viandantes cabizbajos con ojos bizcos mirando al móvil se ha convertido en una estampa común, dependencia similar a la que experimentamos a veces con la wifi. Yo mismo confieso que me falta tiempo para sacar el móvil en cuanto salgo del metro y recupero la cobertura para poder continuar esas conversaciones que dejé a mitad cuando entré. Y de hecho así iba yo el martes pasado, móvil en mano poniéndome al día por WhatsApp con una amiga de vuelta a casa por la noche, cuando me robaron el móvil.

La policía y la compañía fueron notificados para bloquear el móvil y la tarjeta SIM. Los agentes harían sus pesquisas por la zona (aunque ya me advirtieron de la baja probabilidad de recuperar mi iPhone), mientras que la compañía se comprometió a mandarme una SIM nueva para que pudiera seguir disfrutando de mi contrato con mi número. Por supuesto tardaré un par de semanas en decidir qué móvil quiero a continuación y adquirirlo, pero mientras tanto puedo agenciarme con el móvil más barato de la tienda e ir tirando... o eso pensé.

Mis primeras conclusiones de esos días sin móvil fueron lo muchísimo que lo uso, más incluso de lo que pensaba. Además de la mencionada hiperconectividad echaba mano del móvil en el supermercado para consultar la lista de la compra. También al doblar la ropa limpia, pues suelo escuchar podcasts. Oh, y en cualquier momento que veo algo interesante en la calle, cuando tomo una foto y la publico en Twitter. Y, por supuesto, algo tan mundano como mirar la hora.

No tengo reloj de pulsera, por lo que mi móvil es al mismo tiempo mi reloj y mi alarma. Lo de las mañanas lo he conseguido solucionar con el iPad, pero la hora... simplemente me he resignado a no saber qué hora es. ¿Y sabéis qué? No es tan malo. El viernes fui a un bar tras el trabajo con unos amigos, tomamos unas copas, conocimos gente nueva, pasamos un buen rato... y en ningún momento supe qué hora era. Cuando me quise dar cuenta estaban cerrando el bar y nos estaban pidiendo que nos marchamáramos; eran las 3:00, llevábamos siete horas ahí metidos. Y me gustó.

Resulta refrescante romper con la hiperdependencia de la hiperconectividad. Es liberador poder hacer cosas sin pensar más que en el momento en el que vives, no en qué están diciendo otras personas en Twitter, qué fotos se han subido a Facebook o, simplemente, qué hora es. Simplemente aquí y ahora, lo muy muy local, lo que ocurre en tu alrededor inmediato... que es al fin y al cabo lo único que te afecta directamente. Tras tantos seminarios, charlas y simposios sobre social media, resulta que mi mayor revelación reciente viene de perder el móvil y redescubrir mi vida offline.

Pensándolo bien creo que no voy a comprarme móvil nuevo, al menos no todavía. Disfrutaré durante unos días de la comunicación intermitente y de la disponibilidad del ahora. Al fin y al cabo el tiempo es finito, y el que dedicas a permanecer en contacto con los que están lejos lo pierdes con los que están cerca. Inténtalo, experimenta, apaga el móvil durante una semana entera y dime qué tal te sientes. No te arrepentirás.

martes, 10 de abril de 2012

El líder caníbal

Si de algo se está hablando estos días, es de recortes. La economía del país está en entredicho, por doquier surgen dedos acusadores apuntando a despilfarro: que si los ciudadanos abusan de la sanidad, que si la Administración tiene demasiadas capas, que si el cuerpo funcionarial está hipertrofiado... Cual aficionado de bar hablando de fútbol, todo español sabe dónde está el problema y qué es lo que se debe recortar, pero si esto es tan simple, ¿por qué no lo hemos hecho todavía? ¿Qué zarajos está haciendo el Presidente del Gobierno?

La cuestión es un poco más peliaguda de lo que nos gustaría. Repasemos cómo una persona alcanza a ser Presidente del Gobierno. El aspirante necesita apoyo popular, y de los grandes, no en vano ha de ser votado por millones de personas para alcanzar el cargo. Ahora bien, todo partido cuenta con una serie de poderosos barones regionales, incluso con poderosos alcaldes si estos lo son en ciudades grandes, y estos barones son esenciales para la consecución de la Presidencia. Por poner un ejemplo, si Gallardón se hubiera empeñado en no apoyar a Rajoy difícilmente habría este conseguido el apoyo de los madrileños. Esto hace que todo aspirante a Presidente tenga que recorrer la geografía española, despachar con los barones regionales y prometer favores a cambio de su apoyo, favores que más tarde pueden traerle problemas; un claro ejemplo de ello lo tuvo Zapatero cuando, en pos de ganarse el apoyo catalán, prometió a Paqual Maragall que sacaría adelante cualquier Estatut que el Parlament catalán aprobara.

Aquí es donde la cosa empieza a complicarse. La Administración tiene que ser reducida, cosa que debe hacerse desde la cima. Pero aquel que está en la cima ha llegado allí precisamente gracias al apoyo recibido desde esas capas que quiere eliminar, ¿cómo cortar la cabeza de aquel que te ha entronado? ¿Cómo borrar del mapa a aquellos que te han puesto en el poder? Hace falta un ejercicio de canibalismo, casi de traición, morder la mano que te da de comer. Un líder así debe aceptar que gobernará en solitario pues se pondrá en contra a toda su base. Ha de ser, desafortunadamente, un líder casi totalitario que haga lo que considere necesario para el país no importa cuántos barones protesten.

Ahora bien, la cosa no es tan sencilla como llegar hasta arriba, olvidar tantos favores prometidos y empezar a eliminar puestos (¡como si esto fuera fácil!). El Presidente del Gobierno no tiene poder absoluto, no puede llegar y empezar a imponer leyes y desmontar capas, el Presidente solo puede hacer propuestas que Congreso y Senado tendrán que votar a posteriori... y siendo precisamente las diputaciones y el Senado algunas de las reformas más importanes que necesita este país, ¿es de esperar que diputados y senadores voten a favor? No.

Si el Presidente trata de marginar a diputados y senadores en pos de una España más eficiente, estos lo marginarán a él. Tendremos un Presidente secuestrado por su propia base, incapaz de gobernar, que en el mejor de los casos será un títere y en el peor sufrirá una moción de censura que lo relevará del cargo, colocando a alguien más dócil en su lugar. Hace falta no solo un líder determinado a alcanzar un objetivo no importa cuántos pierdan fuerza por el camino, sino además un líder astuto que sepa realizar el cambio en pequeños y sutiles pasos que no despierten recelos. ¿Imposible? No, ya lo hemos hecho antes.

Un ejemplo de tal argucia política ha sido muy citado durante estos días a colación del trigésimo quinto aniversario de la legalicación del Partido Comunista de España (PCE). Como bien se relata en este artículo, Adolfo Suárez tuvo que andarse con pies de plomo para tantear la legalización del PCE, pues era bien sabido que la cúpula militar estaba radicalmente en contra de tal movimiento y, lo último que se quería, era otro levantamiento militar. De hecho, cuando la legalización aún no era más que un plan privado del Presidente (posiblemente con la connivencia del Rey), el Ministerio del Ejército distribuyó una nota a sus guarniciones en Madrid en la que se expresaba la “profunda y unánime repulsa del Ejército” ante la posible legalización del PCE. Y, a pesar de todo, a pesar de una más que latente sublevación, a pesar de las ampollas que se iban a levantar, Adolfo Suárez siguió firme en su objetivo hasta anunciar la legalización del partido comunista en lo que vino a conocerse como el Sábado Santo Rojo.

No sé si Rajoy será capaz de seguir la estela de Suárez y desafiar el status quo en aras de unas reformas tan profundas como necesarias, pero si no lo es, desde aquí hago un llamamiento por un líder que sepa comerse a su base y cambiar España hasta que, parafraseando a Alfonso Guerra, no la reconozca ni la madre que la parió.

martes, 3 de abril de 2012

Los grupones

O cupones de grupo. Seguro que todos habéis comprado ya uno o dos (o más). Son estas páginas tipo Groupon, o tipo livingSocial, o KGB Deals, o Wouchers, o quién sabe cuántas más hay por ahí. Llevan un tiempo entre nosotros y poco a poco se han normalizado hasta ser algo cotidiano pero, ¿os acordáis de cómo empezaron?

Al principio eran cosas normalitas. Recuerdo mi primera compra, un vale de £5 para comer en Wagamama que me costó tan solo £1 (y que motivó el artículo El marketing viral llevado a los cupones de descuento). Recuerdo que era imprescindible que un número mínimo de personas comprara el producto para que la venta se declarara válida, de esa mana se aseguraban una ganancia mínima en cada campaña.

Con el tiempo se meten más y más empresas, algunas con mucha picardía. Me topé una vez con un pase para escalar en rocódromo con un instructor dedicado a ti durante media hora y que costaba £25... cuando en cualquier sitio te cobran £5 por la entrada y, pese a no tener instructor dedicado, cualquiera de los presentes está dispuesto a ayudarte si le preguntas. Desde que vi este siempre compruebo el precio de la "oferta" con los precios de mercado, y me encuentro con frecuencia que de oferta nada.

Este tipo de páginas propició también una pequeña burbuja de empresas de ocio de lujo o de aventura. La idea era simple: los inversores pensaban que el ocio de lujo podía calar entre la rica sociedad londinense, y utilizarían los descuentos como puerta de entrada para romper la resistencia hacia el nuevo ocio. Así empezaron a aparecer descuentos en empresas que te alquilaban coches superdeportivos para conducirlos en un circuito de velocidad, descuentos en restaurante exóticos como el sudafricano Shaka Zulu, clases de vuelo o incluso de lanzamiento de hacha de guerra. Mi compañero de piso compró el de los coches, y para cuando llamó para hacer una reserva la empresa había quebrado y se tuvo que conformar con una devolución.

Y hasta hoy, que hemos llegado al punto en el que todo vale. Blanqueamiento de diente, masajes, té con champán, bronceado artificial... Durante una semana entera estuve recibiendo una oferta diaria para depilación brasileña a la cera, me dieron ganas de contestarles y decirles que no, que desistieran, que a mí las bolas me gustan peluditas.

Pero el colofón me vino ayer, la guinda del pastel: un descuento para una irrigación de colon. Porque no hay nada que me alegre más el día que comprobar las ofertas de la mañana y encontrarme una lavativa a mitad de precio. Abre el grifo y sonríe, que la bicicleta viene sin sillín.

Me pregunto qué ofertas se pueden encontrar en localizaciones un tanto más "piratas". Igual puede uno comprar dos riñones al precio de uno o contratar un matón particular durante un mes con un 40% de descuento. O uranio rebajado, ¡que me lo quitan de las manos!