martes, 14 de septiembre de 2010

Las viejas, las nuevas, las de siempre

La actual coyuntura económica y la manera en que las diferentes potencias están saliendo al paso nos dejan un panorama más que interesante. Algunas potencias, las que llamo viejas, tienen visos de ser menos potentes que antes. Otras, las nuevas, emergen como seria competencia al poder establecido. Y mientras unas suben y otras bajan, existen unas terceras que simplemente se mantienen.

Alemania es una de las de siempre, y es que Alemania tiene algo. Tras la I Guerra Mundial, una guerra a la que el entonces Imperio Alemán se había visto abocado por sus relaciones con el Imperio Austrohúngaro, el imperio fue divido, explotado y saqueado según las condiciones del Tratado de Versalles. Los alemanes se sintieron desollados ante tal humillación y pusieron manos a la obra para recuperarse, y esta vez con tal contundencia que de pocas acabamos todos rubios o esclavos. Por suerte para el mundo libre Alemania se saboteó a sí misma durante la II Guerra Mundial, pero tras superar la posguerra y tras el reto que supuso absorber la deprimida economía de la Alemania Oriental a finales los años 80, los germanos volvieron a alzarse para presentarse como locomotora económica de Europa.

Lo que Alemania tiene es lo representado por, por ejemplo, BMW, Porsche o Mercedes-Benz: la capacidad de alcanzar la excelencia donde todos quieren pero pocos pueden. Dicen que la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma, y de manera similar se dice que la riqueza ni se crea ni se destruye, solo se transfiere. Tal vez haya menos razón en este segundo punto, pero lo que sí que es cierto es que cuando el número de ricos baja en EE UU este sube en Oriente Medio, Brasil o China, y ahí donde hay ricos están los alemanes para vender coches.

Reino Unido, por su parte, corre el más que probable riesgo de acabar convirtiéndose en una de las viejas. Su actual condición de potencia es principalmente legado de los tiempos de colonialismo: las tropas de Su Majestad marcharon, conquistaron y trajeron riquezas. Sí, es cierto que la Gran Bretaña fue la cuna de la revolución industrial, pero también es cierto que tal revolución fue posible gracias a la inversión de las ganancias obtenidas allende el mar. Gran parte de los grandes negocios británicos han nacido y se han desarrollado en el extranjero, como son la minera Rio Tinto Company Limited o la petrolera BP, y de ahí ha quedado ese carácter de control: Londres gestiona y recoge los beneficios de aquello que sucede en otro lugar. Consecuencia de ello es que gran parte de la economía británica se basa en la gestión e inversión de capitales, actividad que peligra con las restricciones a los mercados que se imponen desde Europa... principalmente impulsadas por, “casualmente”, la canciller alemana Angela Merkel (cuyo puño de hierro pronto será comparado con el de Margaret Thatcher, a mi entender).

EE UU es una incógnita para mí. Por una parte basa gran parte de su economía en el control de lo que sucede en otros lugares, principal razón de la febril actividad de sus ejércitos, pero por otra parte tiene guardado un poderoso as en la manga: sus nada despreciables recursos naturales. EE UU es un país joven, de poco más de 200 años, y mientras que la Vieja Europa lleva siglos explotando sus tierras, ríos y montañas EE UU apenas sí ha empezado a rascar los suyos; en un momento de necesidad puede reducir su dependencia exterior a la mínima expresión y tirar de autarquía. Tal vez que su posición dominante tenga los días contados, pero desde luego tiene un gran margen de maniobra antes de acabar dominado.

Japón adolece de un mal que empezó con la restauración Meiji y culminó con la capitulación ante EE UU: la pérdida de su identidad. Japón es un país asiático que poco tiene que ver con el resto de países asiáticos, que ya no tiene bien claro quién es ni dónde está, y sin saber esto no se puede saber adónde se va. Japón dispone de una mano de obra increíblemente entrenada, pero salvo pequeñas excepciones su actividad se ha basado en imitar y mejorar lo que otros hacen, fallando a la hora de crear un producto y convencer a la gente de que lo necesitan. La economía de Japón ha ido durante muchos años a rebufo de la americana, con un yen muy devaluado ante el dólar para facilitar las exportaciones, y ahora que la americana flojea comienza a mirar a China como su nueva amiga. Ha entendido a la perfección el “capitalismo colonial” americano e incluso ha desarrollado su propia versión en el norte de Australia (donde algunas zonas son colonias japonesas de facto), pero para liderar hay que ser creador, no gran imitador, y aquí Japón puede tener problemas.

China, India, Brasil y compañía están creciendo a pasos agigantados, pero que vayan a acabar con la sartén por el mango es algo que está por ver. Su crecimiento desmedido se ha basado principalmente en ofrecer servicios de calidad menor y coste ínfimo, pero al crecer estas economías crecen también las exigencias de sus trabajadores, creando un golem de pies de barro que puede acabar por desmoronarse por su propio peso. Brasil aprovechó su tremenda popularidad para llevarse la organización del Mundial de 2014 y las Olimpiadas de 2016, y ahora no tiene claro si va a poder lidiar con semejantes morlacos. En India la bonanza del sector de los servicios tecnológicos está absorbiendo (casi abduciendo) a profesionales de otros segmentos, lo cual ya empieza a causar estragos en sectores críticos para el crecimiento estratégico como es la ingeniería civil.

Pero si hay un país que muy pronto empezará a preguntarse aquello de “Y ahora que somos grandes, ¿qué?”, es China. Sus laboriosos y hacendosos trabajadores empiezan a alzar la voz (un ejemplo, otro) y a moverse con un dinamismo para el que China no está preparada. El empuje de la economía sube los salarios y por tanto los costes, y algunas fábricas ya empiezan a moverse desde las zonas costeras hacia las más baratas del interior o incluso a otros países como Taiwán. Así, tras décadas creciendo a base de acoger las fábricas de Occidente, China empieza a dibujar los trazos de su propia deslocalización.

Pero lo que me parece más curioso en todo este jaleo de viejas y nuevas potencias es que hay unos a los que se les está nombrado poco: el mundo árabe. Durante muchos años las tierras del crudo se han mantenido al margen del mundo y de sus asuntos, relacionándose con el mundo no-árabe lo justo para entregar el oro negro y recoger a cambio suculentos billetes. Ahora bien, en un mundo cada vez más verde que busca reducir su dependencia para con los combustibles fósiles el poder del petrodólar queda en entredicho, y los magnates del crudo buscan formas de reconducir su riqueza e invertirla en otros campos. Occidente aún tiene importantes recelos a todo lo que implique meter dinero y por tanto manos árabes, razón por la cual países como Dubái o Abu Dabi han empezado un proceso de acercamiento (y del que hablé en su día) y que podría darles la oportunidad de mantener su posición de control en la sombra.

¿Y España? Pues depende, pero soy mucho más optimista de lo que muchos pensarían. Es cierto que España está escribiendo uno de sus capítulos más negros en lo que a economía se refiere, pero también puede ser que este duro varapalo nos sirva para desechar anquilosadas ideas. Puede que de esta aprendamos y por fin dejemos de pensar que “bares, estancos y pisos son negocios que siempre funcionan”. Y puede que esta nueva conciencia ante la manera en que hemos de ganarnos la vida se combine con una nueva conciencia de nuestras capacidades a nivel mundial, propiciada esta segunda por, y no se me sorprendan, el fútbol.

Alguno pensará que estoy mezclando churros con merinas, pero el argumento tiene mucho más trasfondo del que aparenta. Hasta ahora, en este ajedrez de poder que es el mundo globalizado, España no jugaba blancas ni negras, rey ni reina, sino que simplemente desempeñaba el papel de meninas de las princesitas caprichosas de otros países. Construimos campos de golf y centros de ocio, apartamentos de playa, chalets en la sierra, todo para nutrir una industria del turismo en la que nuestra función es entretener a aquellos que de verdad llevan las riendas de nuestro mundo. De esta manera afrontábamos las competiciones de fútbol internacionales hasta hace poco: España iba a la Eurocopa, iba al Mundial, jugaba unos partidos buenos, otros no tan buenos, llegaba a cuartos y para casa. Esta era nuestra realidad y la teníamos asumida, nosotros no íbamos a ganar porque ganar era cosa de otros. Pero ahora resulta que sí podemos ganar, que podemos plantarnos orgullosos y decir que somos los mejores del mundo, y esta nueva visión de nosotros mismos puede obrar maravillas. Ya antes de conocerse el desenlace de la final en Johannesburgo diversos medios comentaban el repunte en el PIB que una victoria podía reportar al vencedor, y esta combinación de necesidad de cambiar y capacidad de competir pone las cosas muy interesantes. Por supuesto, todo depende de cómo afronten los españoles estos futuros años, pero he aquí una oportunidad de cambiar el rumbo de las cosas que no debemos dejar escapar.

Al final puede que el revulsivo del cambio no sean Obama, Zapatero, Cameron, Sarkozy ni ninguno de su clan, sino Iniesta.

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